jueves, 23 de octubre de 2008

Las Horas (II)

Suspira, y se seca las lágrimas, es una mujer joven, atractiva, con el pelo corto y ligeramente pelirrojo. Se limpia con una toallita, y después de ver que sus lágrimas no han destrozado demasiado su maquillaje, se dirige hacia la cocina y se pone el delantal. Empieza cortando a rodajas las hortalizas mientras el agua está hirviendo, le encanta cocinar, pero sólo si cocina sola, no puede soportar que haya gente cerca estorbándola, y cuando está sola siente que el tiempo se para y que algo baja la frecuencia de su cerebro, relajándola. Sigue cocinando, y mientras está preparando el puré ve a su hijo, que está jugando con un camión de juguete en el salón, lo ve y se dice a si misma que tiene un hijo maravilloso, que por él merece la pena seguir adelante y soportarlo todo.

El puré ya está casi hecho, así que se levanta, se acerca donde está su hijo (tan pequeño, tan único, tan bajito) y le besa suavemente la mejilla, sonríe y le pasa la mano la mano por su pelo (tan moreno); “¿Qué estás de buen humor hoy mami?” “Claro”, dice ella. “Qué bien, mami está de buen humor!” dice el niño mientras hace saltar a su camión de juguete y le da vueltas por el suelo con fuerza. Ella piensa en lo maravilloso que es él, su pequeño príncipe, que sabe jugar sólo y divertirse sin molestar a nadie, y que la más pequeña de las buenas noticias le hace saltar de alegría. Brrrumm, Brum, sigue haciendo el niño con el camión, y mientras lo hace, mira a su madre y le dice, como muy preocupado y a la vez muy ilusionado “Mami, crees que de mayor podré tener un camión de verdad?”. “Claro cariño, no veo porque no”. “Qué bien!”, responde él y sigue jugando con el camión, emocionado. Al cabo de un rato para su juego por completo, mira a su madre con rostro preocupado y le dice: “Mami, pero yo quiero ser santo”. “Vale, ¿y?”, pregunta ella, sin lograr a entender que es lo que preocupa tanto a su hijo. “Pero si soy santo, no podré tener un camión porque los santos no llevaban camiones” “Bueno, tú podrías ser el primer santo con camión” “Claro, qué tonto”, dice él, y sigue jugando tranquilamente.

Ella le dice que se ha de ir a cocinar, porque esa noche vienen invitados. Va a la cocina, se lo piensa un poco, y decide hacer algo más clásico, un cordero, pensando que el puré ya es suficientemente exótico y que no quiere hacer pasar hambre a sus invitados. Sigue cocinando, y piensa que ahora, en ese momento, no se encuentra triste en absoluto, que quizás aquellos días anteriores hubieran sido una simple excepción, y que no debía preocuparse si a veces lloraba. Ha acabado la cena, y le dice a su hijo que le ayude a poner la mesa, mientras pone los cuchillos y los tenedores se pregunta si esta noche logrará estar simpática, logrará guardad la compostura y hacer ver que nada extraño pasa por su cabeza.

Después de poner la mesa se siente cansada, así que coge un libro y lo lee sentada en el sofá, siguiendo el hilo de la historia, intentando no pensar en nada, alejar cualquier cosa de su mente excepto aquello que estaba ocurriendo en el libro; dejar que la ficción engullera tranquilamente la realidad, sin pensar demasiado, sin sentir nada en particular. Al cabo de un rato le da la cena a su hijo, y a duras penas consigue meterlo en la cama, le arropa, y el niño (siempre tan curioso) le pregunta: “Mami, por qué vas más a misa que las mamis de los demás niños?” Otra madre con otro hijo quizás se hubiera sorprendido por la pregunta, pero ella ya estaba acostumbrada a esperar lo inesperado con su hijo. “Bueno, digamos que un día se me perdió algo allí y estoy intentando recuperarlo” “¿Algo como un anillo?, pregunta él. “Sí, algo parecido”, responde ella, mientras sonríe ligeramente, le da un beso, apaga la luz y entorna la puerta.

Se viste, se peina, se pinta los labios, se maquilla, mientras ve la casa ahora tan dormida, tan vacía. Y se ve a ella dentro de esa casa, no en un modo convencional, sino como si esa casa fuera un reflejo de ella misma, tan vacía, y a la vez fuera su prisión, una prisión en la que llora a escondidas, cerrando la puerta del lavabo, intentando no hacer ruido, mientras se aferra con fuerza a los barrotes. Acaba de ponerse el polvete y se ve a si misma, con ese vestido tan bonito, pensando que es un desperdicio ponerlo en un cuerpo como él suyo, que ella no merece nada de eso, ni a ese vestido, ni a ese hijo, ni a esa casa ni a ese jardín. Y piensa que su cuerpo, aunque bello, no está hecho para ese vestido, que tiene unos colores más viejos. Y piensa que el único consuelo que le quedará es ver los años pasar, mientras lo que queda de ella se aferra a aquello de lo que no puede escapar, preguntándose cómo habría sido. Y ahoga un grito, y sale fuera corriendo sin hacer mucho ruido, y ve el jardín, y la calle, todo tan oscuro, tan frío, y se rodea con sus brazos, y no puede evitar que sus lágrimas vuelvan a caer, pensando en que lo único que le gustaría es quitarse aquellos tacones y correr, correr tan rápido como pudiera, hasta la extenuación. Pero en vez de eso, consigue ahogar sus propios sollozos, y piensa en que la cena de esa noche será maravillosa, que ella está muy guapa, y que sabrá ser simpática, y que su marido estará contento de tener una mujer tan atractiva, tan educada, tan amable.

Mira un rato las escasas estrellas que brillan esa noche, se siente más cansada, siente que se ha quitado un peso de encima, a pesar de que aquello que jamás ha dicho sigue allí, que ahora sólo conocen ella y las estrellas. Vuelve a sentarse leyendo su libro, intentando no pensar en porque actúa de esa manera, en que le está pasando.
Poco tiempo después llegan los invitados, y ella les recibe con una sonrisa. Al llegar, su marido les pregunta “¿Tengo o no una esposa preciosa”, mientras todos se ríen. Se toman una copa y se sientan en la mesa, Melinda, la invitada dice que ese puré está buenísimo, y ella responde que leyó la receta en un libro de cocina francesa y que es la primera vez que lo prepara. Después llega el cordero, que hace las delicias de Jack y de su marido, que después de hablar de economía y de negocios, se ríen contando bromas y anécdotas. Ella habla con Melinda, intenta ser lo más simpática posible y que su invitada no se aburra, y hablan de todo: de sus hijos, de la escuela, de moda, de qué bonito es el vestido que lleva puesto. La charla prosigue después de la cena, en el salón, y Jack y su marido parecen estárselo pasando en grande, ella y Melinda están sorprendidas, sabían que ambos eran muy amigos, pero nunca les habían visto juntos en acción. Sigue hablando con Melinda, y piensa que es una mujer atractiva y simpática, le pregunta donde se hizo ese corte de pelo, que es tan bonito, y que le recuerda al de una actriz. Poco tiempo después Jack decide que es muy tarde y dice que se han de ir, ella y su marido insisten en que se queden más rato, pero no tienen ningún éxito. Ella besa a la pareja y su marido decide acompañarles hasta el coche.

Cuando se van, ella siente el nudo en la garganta, todo lo que había estado conteniendo durante tanto tiempo. Y siente la casa como la había sentido antes, tan vacía, tan falta de esperanzas. Y ella, que es esa casa y que a la vez está encerrada en ella. Y no sabe que decir, y no sabe que hacer. Y las palabras que nunca ha dicho rebotan en su cabeza. Y vuelve a ver la noche a través de la ventana. Y siente que sus emociones atraviesan esas suaves cortinas, y que algo bloquea el pálpito de su pecho. Y siente que todo aquello la supera. Pero esta vez no va al lavabo, ni siquiera hasta el sofá, se queda tendida sobre el suelo, de rodillas, encogida. Es una mujer joven, atractiva, con el pelo corto y ligeramente pelirrojo, suspira, y se seca las lágrimas.

2 comentarios:

oriafontan dijo...

Muy bueno relato.

Nihilista de alguan manera ¿no?

El relato se podría llamar Ganas de agradar... que no es más que miedo a la soledad.

Qué la mujer sea pelirroja es un síntoma de que nadie está libre de eso.

Bien escrito e interesante.

Guarismo dijo...

Bonito relato. Inquietante, como otros que has escrito.